Sábado por la tarde. Un sábado como cualquier otro, con la peculiaridad de que hoy es 31 de Octubre. Sí, el día en que se celebra Halloween en España. Es lo que tiene la americanización de nuestra cultura. Mientras los más mayores siguen llevando flores a sus muertos el día 1 de Noviembre como si no se muriese nadie el resto de días del año, los más jóvenes aprenden de libros, series y películas americanas las bondades del «truco o trato», atraídos por ese no sé qué irresistible que tienen la sangre y la ultratumba y contra el que no se puede luchar.

Así, como cualquier otro Sábado por la tarde, toca cine en casa. Mi hermano y yo tomamos el control del salón como de costumbre. Ambos sentados en frente del televisor. Da igual que ya no seamos niños y que nuestras vidas hayan tomado rumbos diferentes, ese es nuestro día. Por las ventanas que dan a la calle entra una luz cálida que para nada encaja con el tema del día, pero eso también da igual. Juan con el mando en la mano. Empieza así la inevitable sesión de zapping que hoy debería llevarnos irremediablemente a ver una película de miedo porque «es lo que la gente pide», como suelen decir los dueños de las cadenas de televisión.

Juan apenas para un segundo o dos en cada canal. Zombis más falsos que pintados a mano, sangre por doquier, calabazas, parcas, oscuridad, sombras y niebla, niños disfrazados como personajes de El Mago de Oz llamando de puerta en puerta, fantasmas… De momento nada que no hayamos visto anteriormente. De repente una imagen llama nuestra atención y mi hermano detiene su ruta televisiva. En pantalla una imagen nítida, muy iluminada; silencio absoluto. Juan sube el volumen del sonido, pero sigue sin oírse nada. Un plano general de lo que parece una sala de operaciones se cierra para centrarse en los brazos de un hombre vestido con bata blanca y lo que tiene en frente. No hemos llegado a ver la cara del supuesto cirujano. Sobre la mesa de operaciones hay un niño desnudo tumbado boca arriba. Su piel es negra y no debe tener mucho más de un año de edad. El cirujano tiene las manos en alto, se acaba de poner los guantes que supongo de látex. Pero lo que más sorprende en la escena es algo increíble: los testículos del niño son enormes y sus piernecitas se apoyan sobre ellos. «¡Wala! ¡Tiene como ocho huevos en uno!», exclama Juan sorprendido. El niño mira a la cámara y sonríe mientras pronuncia algún intento de palabra que no logro descifrar. Lo primero que se me pasa por la cabeza son las historias de monstruos de feria, los «freak shows» del siglo XIX. Mientras tanto el cirujano coge un bisturí con su mano izquierda. Mis pulsaciones se aceleran; me temo lo peor y no me apetece ver algo muy explícito. «Cambia de canal», le exijo a mi hermano sin apartar la vista de la pantalla. Él también está absorbido por la escena, pero mientras yo estoy aterrado él mira con pasión, como pidiendo más. El cirujano pone su mano derecha sobre el hombro izquierdo del niño, no parece que apriete, y con pulso firme corta al niño en diagonal desde la parte derecha del pecho hasta la izquierda de la ingle. El niño sangra notablemente, pero sigue sonriendo y mirando a la cámara. «¡Cambia! ¡Cambia!», le digo mientras intento apoderarme del mando. Estoy asqueado, aterrorizado, en parte como si me afectase personalmente, pero no consigo dejar de mirar el televisor. Y él sujeta el mando con fuerza mientras se mantiene concentrado en la escena, que parece gustarle cada vez más. El cirujano ha hecho una breve pausa para continuar su macabro papel con otro corte, uno transversal al anterior. Esta vez sujeta al niño con su mano izquierda puesta sobre el muslo más cercano a él y corta con el bisturí en la otra mano desde la ingle derecha hasta un poco más arriba del corazón. Ahora estira la piel del centro hacia a fuera. Algunas vísceras salen del cuerpo del bebé, pero este ni se inmuta. Un niño normal estaría llorando como mínimo, a este pobre, en cambio, parece que le divierta el momento. Balbucea alguna palabra que sigo sin entender, pero ahora no calla. Miro a mi hermano que sonríe satisfecho ante el espectáculo. Todo junto provoca que me desespere y se me salten las lágrimas. Y mientras el niño habla y yo lloro desconsolado veo como el cirujano dirige su arma letal hacia el cuello del niño. Y me vuelvo histérico. Y grito: «¡Juan! ¡Cambia! ¡Cambia ya!». Empieza a brotar sangre a borbotones del cuello del bebé. El cirujano corta despacio. En ese momento los ojos de la víctima se quedan en blanco, su charla se interrumpe sonando como radio con interferencias, como atragantado, y mi voz se une a la suya, como si fuéramos la misma persona. Todo se vuelve oscuro.

– Eqhes DaBit –
– 31, octubre, 2009 –
– Sant Carles de la Ràpita (España) –