Fue en el distrito de Catedral, en San José, la capital de Costa Rica. Recuerdo que por aquél entonces muchos de los negocios de allí eran menos que pequeños. Abundaban comercios tan minúsculos que el segundo cliente solía hacer cola en la calle. Las librerías también eran un poco así. La más pequeña que descubrí vendía en su mayoría libros usados. Tendría unos tres o cuatro metros cuadrados, sin ventanas. Los libros se apilaban por todos lados formando un escueto pasillo de papel. Aforo máximo: 3 personas. No podía echarse a un lado, así que el responsable del local se veía obligado a atender desde la calle o acompañar en forzada cercanía a los potenciales clientes. La más grande de las pequeñas era como la anterior, pero con espacio para dos pasillos, una mesa de recepción y un recoveco adicional que permitía cobijar la conversación de hasta cuatro filósofos bien arrimados. Luego descubrí librerías pertenecientes a grandes cadenas, bien ordenadas y sin ningún encanto, ideales para ir de compras. Pero fue en la segunda que he descrito en la que me pude perder un rato.

Con filosofía local a tres voces como hilo musical, me fui adentrando en la marabunta de libros nuevos y usados que poblaban aquél peculiar local. Una luz anaranjada me llamaba desde el fondo del pasillo de la derecha. Me dejé caer por una ligera pendiente hacia lo más profundo del lugar. Los pilares de libros se tambaleaban suavemente a mi paso. Por suerte, ni siquiera había espacio para que cayesen. Debí leer un centenar de títulos antes de encontrar uno que realmente llamase mi atención. «Las palabras prohibidas» se me llevó al huerto. Tapas ocres que algún día tal vez fueron blancas y letras negras redescubiertas con emocionadas manos bajo un encantador velo de polvo. El libro visualmente más aburrido captó mi atención. Tal vez fuese que parecía contener algo prohibido y, claro, ¿quién podría resistirse a eso?

No tenía referencias a la editorial ni al año de publicación. La maquetación del libro también era un tanto peculiar. Sin índice, sin numeración en las páginas, sin ningún tipo de explicación sobre la obra o el autor… En la esquina inferior derecha de la contraportada podían leerse las siglas «T.G.». Quizá se referían a él. O a ella, quien sabe. A lo mejor era una dedicatoria, nunca lo descubrí. El contenido era más peculiar, si cabe: estaba formado básicamente por frases más o menos breves y palabras sueltas escritas aparentemente sin ningún criterio, en cualquier posición. Se incluían también algunos escritos un poco más largos, cartas y algunas citas. Diferentes tamaños y formatos para todo. Ninguna conexión evidente entre textos. Destacaban entre las demás cuatro páginas repartidas de forma equidistante a lo largo del libro y que rezaban en el siguiente orden a razón de un mensaje por página: lo siento, perdóname, te amo, gracias. Letras grandes. En negrita. Cada expresión a toda página obligando a voltear noventa grados el libro para leerla. También llamaban la atención algunas páginas en blanco situadas aleatoriamente a lo largo del mismo. Bueno, realmente no estaban completamente en blanco. Tenían las siguientes instrucciones escritas en el borde superior de la página con letra muy pequeña, supuse que para no ocupar demasiado espacio: «Escribe aquí, como mejor se atienda a tus necesidades, todas aquellas palabras o expresiones que sientas que te han sido prohibidas comunicar en tiempo o forma, de forma directa o indirecta, por alguien, o incluso por ti mismo/a.«. Si bien todavía quedaban páginas en blanco, la mayoría se encontraban no sólo escritas, sino saturadas de informacion. Era como si quien escribía allí tuviera la necesidad de poner sus palabras en compañía de otras para que, tal vez, no se sintieran nunca más solas. Para que, quizá, dejasen de vagar por terriblemente vacíos espacios en blanco.

Traté de comprar el libro, pero el librero no me dejó. Se limitó a ofrecerme un bolígrafo. «Confío en que entenderá usted que ese libro ya no es sólo mío y que las vidas ajenas es conveniente aprender a participarlas sin llegar a poseerlas», concluyó.

 

– Eqhes DaBit –
– 3, Agosto, 2014 –
– Cala Xelín, L’Ametlla de Mar (España) –