Érase una vez en un zoo un gorila. El típico prototipo de este animal: musculoso, peludo, oscuro, de manos y pies brillantes… Un niño paseaba frente a él de la mano de su madre. Escudriñaba con su mirada un mapa, la señora. El pequeño y el gorila se percataron a la par de la aparición de una mariposa en la escena. Blanca. De tamaño medio. Vuelo errático. Frágil en contraste con las facciones rudas del simio sobre la nariz del cual se posó. El primate, clavado en su sitio, agitó suavemente la cabeza para espantarla. La pequeña, huidiza, alzó de nuevo el vuelo. Primero, unos cuantos aleteos hacia la derecha. El niño la siguió con la mirada. Cambió de rumbo sin avisar; ahora, a la izquierda. En volver a pasarle por delante, el gorila retomó el contacto visual con la inesperada compañera de celda. La mariposa insistía en su paseo pendular estresando in crescendo al grandullón. Este fue intensificando también su reacción, haciendo cada vez más aspavientos con las manos para deshacerse de ella. Desde fuera de la jaula, el niño fuertemente sujetado por su distraída madre no perdía detalle de lo que sucedía frente a él. Con los ojos atentos y la boca bien abierta presenció lo inesperado: el primate cazó el insecto volador y se lo comió. “¡Mariposas en el estómago!”, exclamó entusiasmado el muchacho estirando con un brazo al de la madre y señalando al enorme animal enjaulado con el otro. “No; es un gorila. Los gorilas no se enamoran.”, le atajó la madre mientras todavía asimilaba el mapa que tenía entre las manos.

 

– Eqhes DaBit –
– 17, Septiembre, 2015 –
– Tortosa (España) –