Limpio y perfumado sale del cuarto de baño apresurado. No es que llegue tarde a ningún sitio, pero se trata de evitar que eso suceda. Ha quedado con su editor, un señor un tanto quisquilloso que se toma muy en serio la puntualidad. Tanto así que retrasarse un sólo minuto en una reunión con él podría suponer una ofensa por la que cancelaría cualquier proyecto por muy lucrativo que sea; no sería la primera vez. Dicen que ese rigor es el que ha llevado al éxito a su editorial y a nadie le sobra el trabajo hoy en día. Se pone la boina y la americana, recoge su cartera, el maletín, las llaves… Antes de cerrar la puerta comprueba sus bolsillos; parece que no se deja nada. Cierra con la fuerza justa, pero se oye como siempre el eco de la puerta contra el marco rebotar a lo largo y ancho del hueco de la escalera del edificio. Da dos vueltas a la llave y en el último chasquido le asalta el presentimiento de que se ha olvidado algo. Suele pasar. Se echa las manos a los bolsillos en un último intento por descubrir si le falta algo más; parece que todo está en su sitio. Baja al trote los tres pisos que le separan de la calle y al final del trayecto toma un taxi que acaba de abandonar la vecina del segundo. Apenas la saluda, no tiene tiempo. El taxista le conoce, por lo que con un «ya sabes a dónde» se entienden. Tras un par de minutos de paisaje de ciudad por la ventanilla le vuelve a la mente la idea de que se ha dejado algo en casa. Por algún motivo empieza a pensar que quizá sea algo importante. Se pone frenético a revisar su maletín. El trayecto hasta la editorial en condiciones normales suele durar unos quince minutos. Le quedan sólo siete cuando ojeando el maletín por si a caso echa algo en falta le viene a la cabeza el objeto de tal malestar: el título de su última novela. Al editor le envía siempre el manuscrito sin título; es una especie de ritual. Cree que el título puede condicionar la lectura de la obra, así que ni siquiera lo decide hasta que el editor le llama para confirmar que se ha leído el texto y está dispuesto a trabajar con él. A veces incluso delega ese trabajo a una agencia de marketing. El problema es que se le ha ocurrido un título excelente esta misma mañana, uno mucho mejor -con diferencia- que el que lleva en el dossier que había preparado para la reunión de hoy. Está convencido de que se trata de una de esas ideas que sólo se te ocurren una vez en la vida y por eso está seguro de que lo apuntó, pero ahora ni recuerda dónde, ni recuerda el título. El taxi se para. Han llegado a su destino. Por un momento vacila y piensa si le daría tiempo a volver a casa, pero enseguida se da cuenta de que no. Lo mejor es aprovechar los veinte minutos que faltan antes de que empiece la reunión para intentar acordarse del título. Se sienta en la sala de espera. Cierra los ojos a ver si se inspira, pero nada ocurre tras cinco intensos minutos. Se le ocurre que tal vez recuerde el título si consigue reproducir lo que ha hecho desde que se ha levantado. Estando fuera de casa no parece que sea una posibilidad viable reproducir todo lo que ha hecho, pero le echa imaginación y se pone a ello. No tiene nada que perder; en el peor de lo casos siempre puede presentar a su editor el otro título. Recrea mentalmente su apartamento y tras un par de vueltas virtuales concluye que se le ocurrió duchándose. Pero entonces se pregunta «¿dónde apunté el título?». De repente cree acordarse de todo. Aunque suene extraño, está convencido de que como no tenía papel se lo apuntó en la frente, así que sale corriendo hacia el cuarto de baño más cercano a buscar un espejo. Sólo faltan cinco minutos para las diez en punto, la hora programada para comenzar la reunión. Cuando llega frente al espejo y se quita la boina no se ve nada en su frente. Incluso se la frota y se acerca más al espejo por si hubiera algo que no se vea a simple vista. Nada. Se resigna; ya no hay nada que hacer. Se pone la boina de nuevo y abre el grifo para lavarse un poco la cara disimulando así el disgusto. Un señor mayor le llama la atención desde el fondo del aseo. Se gira para atenderle. Este se apresura a indicarle que tenga cuidado, que debe haber algún tipo de problema porque hoy sólo sale agua caliente del grifo. Le agradece el aviso y seguidamente recupera la atención sobre el espejo, que ahora se encuentra parcialmente empañado. Todavía no ha tocado el agua con las manos. Se mira la frente y con el índice de la mano derecha escribe sobre el bao justo por debajo del reflejo de su boina: «a dedo». Como aquél al que le salvan la vida respira hondo ilusionado por haber recuperado el título y se le dibuja una inevitable sonrisa de complacencia. Se percata entonces de que por encima de la boina, donde el bao no había conquistado todavía el espejo, se refleja un reloj de pared que inequívocamente marca que ya son las diez horas y cinco minutos de la mañana. Como al personaje principal de su última novela, sus obsesiones le hicieron perder el tiempo.

 

– Eqhes DaBit –
– 24, noviembre, 2013 –
– Alcover / Sant Carles de la Ràpita (España) –