En el lado marítimo de una amplia avenida tenía “El huero” su pequeño puesto de venta ambulante. El apodo se lo pusieron un par de galanes canosos en alusión al discurso de venta del treintañero. “Compadre, cómpreme un coco, que el que poco coco compra, poco coco come”, repetía incansable a todo el que se cruzaba en su camino. Un poco más allá, el puesto de otro chico de piel café. Café sin leche. O sea, negro, muy negro. Llamaban mucho la atención en un lugar como aquél, plagado de turistas de rostro pálido. O rojizo, según el número de días que llevasen por la zona. Un poco más acá yo mismo sentado sobre un pequeño muro de piedra, de espaldas al mar, observando atento como el moreno del fondo, con su boyante negocio de complementos playeros, poco vendía comparado con su compañero el de los cocos. Sin ánimo de burlarme del tono de piel del exitoso muchacho, cabe decir que su puestecito era como una especie de agujero negro en aquél lugar. Atraía tanto a genuinos compradores como a meros curiosos que quedaban boquiabiertos con sus peculiares habilidades para abrir cocos y los malabares que hacía con los mismos a ritmo de mento jamaicano. Adornaba la escena copada de turistas y algún que otro nativo con una prominente sonrisa que destapaba aquella boca enorme llena de dientes con la que saludaba. Simpático comerciante, no cabe duda.

Siempre me gustaron los personajes redondos. Pero por algún motivo sólo atraía cabezas huecas. Nunca tuve suerte con la especie humana. Me duraban poco las amistades. Digo “amistades” porque les calaba rápido y no llegábamos nunca a intimar lo suficiente como para llamarles de otro modo. Mientras me lamentaba de mi mala suerte se despejó un tanto el puesto de los cocos. “El huero”, que se había percatado de que hacía rato que le observaba, levantó la palma decolorada de su mano con una de esas esferas peludas que vendía sobre ella y me gritó con fuerza la única frase que parecía conocer más allá del cortés “Gracias. Dios le bendiga.”. En ese momento fue cuando se me ocurrió la genial idea de comprarme un coco y empezar una relación con él. Redondo y hueco a partes iguales, se daba la casualidad de que esa fruta tropical tenía tanto lo que deseaba como lo que atraía, aunque fuese sólo en un sentido literal. Pensé que en cualquier caso, no podría decepcionarme más que un humano. Y si la cosa tampoco funcionaba bien esa vez, nadie me juzgaría en esa ocasión por comérmelo como tenía por costumbre cuando la cosa se torcía.

 

– Eqhes DaBit –
– 16, Julio, 2015 –
– Sant Carles de la Ràpita (España) –